La figura de Cléo de Mérode resulta fascinante por anticiparse a todos los aspectos que se asocian con la idea de una celebrity actual. Nos encantan tanto sus imágenes de bailarina como sus retratos exponentes de una época.
Cléo de Mérode (1875-1966) fue bailarina, musa de pintores, modelo de fotografía e icono de belleza de la Belle Epoque. La publicación L’Illustration la llamó en 1896 “la mujer más bella del mundo” o “ la más bella del escenario parisino”. Su mirada almendrada y su largo cuello de cisne eran dos de los atributos que le valieron los repetidos calificativos. También su esbelta figura: pasó décadas sobre unas puntas de ballet, a las que se subió a los ocho años, cuando entró en el Ballet de la Ópera de París. A los trece ya había posado para Edgar Degas y Jean-Louis Forain, obras a las que le siguieron representaciones de Toulouse-Lautrec y de españoles como Mariano Benlliure o Manuel Benedito.
A pesar de ser la protagonista de pintores como Boldini y escultores de su época, lo que catapultó su imagen a la fama internacional fue el hecho de coincidir en el tiempo con la consolidación de la fotografía. En París, los estudios fotográficos se habían creado en los distritos ocho y nueve, en las inmediaciones de la Ópera, vinculados a la clientela de los teatros parisinos.
Su belleza fue capturada por los estudios de Benquer, a los que se le sumaron imágenes de prestigiosos fotógrafos como Paul Nadar, Charles Ogerau o Léopold-Émile Reutlinger en París o Napoleón Sarony en Nueva York. Ella siempre mantuvo un control férreo sobre la imagen que se tomaba de sí misma, puritana y delicada. Las imágenes llegaron al otro lado del charco, con su rostro repetido masivamente en postales y pósters: El estrellato de la postal de Mérode es una pieza clave para nuestro entendimiento de la prehistoria de la celebrity moderna. Creció a finales de s. XIX con las fotografías de celebrities y anticipó el surgimiento de la estrella de cine de 1910 en adelante.
En esas imágenes, Cléo de Mérode ejerció de trendsetter antes incluso de concebirse el propio término. El principal responsable era su cabello: aunque de pequeña mantuvo un flequillo recto, con el tiempo se lo dejó crecer para llevarlo anudado en un moño bajo, cubriendo las orejas y con una omnipresente raya en medio. En sus memorias alardeaba de su singularidad, aunque se hablaba de que esa moda capilar ya se remontaba al Renacimiento, muy en la línea de la Belle Ferròniere de Leonardo Da Vinci.
Texto de Vogue.